miércoles, 12 de septiembre de 2007

¿Qué significa ser “revolucionario”?*

"Que ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse."

-Gabriel García Márquez

Esta es, quizá, la pregunta más difícil de responder de todo el ideario socialista. En un sentido, dar la respuesta desde las consignas es bastante simple: quien cumple con ciertas indicaciones de manual puede ser considerado un revolucionario. En esa línea, está claro que es “revolucionario” aquel que sigue ciertos principios políticos y éticos que tienen que ver con la igualdad, la solidaridad, la búsqueda de la justicia. Pero sabemos que la realidad es mucho más compleja, y un carnet de afiliado a algún partido de izquierda o el uso de cualquier ícono cultural considerado revolucionario (una camisa con el rostro del Che Guevara, la audición de ciertos músicos -Alí Primera, Mercedes Sosa o Silvio Rodríguez-, la lectura de ciertos autores -García Márquez, Bertold Brecht- o alguna determinada manera de vestir: zapatillas Nike no, pero sandalias de cuero sí, etc.), nada de eso es garantía definitiva. Además -es una cruda realidad que nos tiene que llevar a revisar autocráticamente todo esto- no es inusual encontrar infinidad de prácticas nada revolucionarias en el seno de las organizaciones proclamadas revolucionarias. Pareciera que, de momento al menos, todos los seres humanos estamos cortados por la misma tijera, y las disputas por el poder, el sentirse más que otro, la exclusión en infinidad de formas, la mentira, la corrupción, no se extinguen con la pertenencia a una organización de izquierda.

Quizá en un sentido habría que comenzar por decir, para darle visos de realidad a lo que se quiere transmitir, que nadie, a nivel individual, es en sí mismo un revolucionario. Nadie lo es, y para que nos quedemos tranquilos, nadie puede serlo en esencia. Las revoluciones (que son siempre complejísimos procesos con diversas aristas: políticas, sociales, económicas, culturales) van más allá de los individuos, nos trascienden. Los seres humanos individuales, en todo caso, podemos estar más o menos a la altura de las circunstancias, y actuar más o menos acorde con un clima revolucionario, pero tal vez es imposible decir quién, cuándo y cómo comienza a ser “revolucionario”.

¿Quién es un verdadero revolucionario? Así formulada, la pregunta no deja de tener una pesada carga moralista, casi religiosa, que prácticamente no ofrece salida. ¿Habrá que ser un iniciado en los principios de la revolución para llegar a ser un verdadero revolucionario? ¿Hay que cumplir a cabalidad ciertas normas que garantizan que uno se gradúa de revolucionario? ¿Dónde está escrito ese decálogo? Si uno no toma Coca-Cola pero escucha Michael Jackson o Shakira es medianamente revolucionario…, pero si no toma Coca-Cola y además escucha a Pablo Milanés, es absolutamente un revolucionario. Puede parecer grotesco, pero sabemos que estos valores, esta forma de entender el mundo, muchas veces (¿siempre?) así funcionan en el campo de la izquierda.

En buena medida el ámbito de lo que entendemos por revolucionario se ha ido forjando de esta manera, como un abierto desafío -casi rebelde en muchos casos- a los valores consagrados de la sociedad capitalista. Si lo “normal” es tomar Coca-Cola sin abrir crítica, lo revolucionario es no tomarla. Pero aunque grotesco en algunos casos, de eso se trata una revolución: de romper los moldes, de cambiar todo, de poner en marcha algo nuevo. Lo cual, como todo proceso nuevo, no está libre de exageraciones, abusos, manierismos.

Y ahí radica justamente el problema: ¿hasta dónde, cómo, de qué manera se da ese cambio? Revolución socialista es, en definitiva, el proyecto del más grandioso cambio en la civilización a través de la historia. Se trata de la puerta de entrada a una sociedad donde es abolida la propiedad privada, y por tanto, las clases sociales. Lo cual abre un mundo de valores totalmente novedoso: se terminarían las jerarquías, ya nadie sería superior a nadie, nadie miraría desde arriba a otro. Pero sabemos que eso es, hoy por hoy al menos, una hermosa petición de principios, y no más. No queremos decir que todo ese ideario sea como las estrellas: “inalcanzables, aunque marquen el camino”. La utopía social, en tanto búsqueda de lo que no está en ningún lugar concreto pero que impulsa a continuar seguir buscándolo, es la más noble de las ideas de cambio, es la energía inacabable que hace que las sociedades estén en perpetuo movimiento, en mejoramiento, en avance. Y es innegable que la aspiración de la revolución socialista -que en el pasado siglo apenas dio sus primeros y balbuceantes pasos- es el afianzamiento de ese espíritu revolucionario, trasformador, rebelde, productivamente irrespetuoso. Espíritu que, para autoafirmarse, necesita de ciertos íconos culturales: de ahí que hay una “manera de vestir” revolucionaria, una pose revolucionaria, un folklore revolucionario. Aunque, claro está -y como en toda construcción humana- no faltan los excesos absurdos, los planteamientos más formales que cargados de contenido, los fanatismos incluso. Consideremos esta paradoja: Lenin vestía con camisas de seda, y alguna vez interrogado de por qué lo hacía, su respuesta fue “yo lucho para que todos puedan usar camisas de seda.” ¿Era o no un revolucionario este ruso conductor de la revolución bolchevique?

Una vez más, entonces: ¿existe efectivamente un tal espíritu revolucionario? ¿Podemos cada uno de los seres individuales que nos comprometemos con estos principios de transformación social, ser en verdad “revolucionarios”? ¿Se trata de no tomar Coca-Cola, escuchar la Nova Trova cubana o no faltar a ninguna marcha chavista en Venezuela para ser un revolucionario? ¿Se trata de cumplir con íconos, con seguir un pretendido manual, o es otra cosa? ¿Cuándo se tiene la certeza de ser un revolucionario? ¿Quién la da?

Ernesto Guevara, según lo que podemos leer en su diario personal, calificaba a sus compañeros de célula estando enmontañados en las selvas bolivianas, determinando sus conductas revolucionarias. Dado que eso lo hacía el legendario, mítico “Che”, nada agregamos al hecho; pero si la calificación la hace el jefe de personal para ver el compromiso de cada trabajador con la empresa evaluando quién es “más” colaborador, seguramente ponemos el grito en el cielo. ¿Está alguien autorizado por “más” revolucionario a determinar quién cumple más a cabalidad con el perfil de luchador social? ¿O hay ahí, aún a riesgo de cuestionar ese ícono intocable que es la figura del “guerrillero heroico”, una asignatura pendiente con la nueva ética que la revolución pretende instaurar? ¿Era Ernesto Guevara más revolucionario que sus compañeros de lucha? ¿Se puede medir lo revolucionario de una persona? Pero el Che fumaba, y así lo vemos en todas sus fotos. ¿No es ese un patrón de consumo capitalista? ¿No es eso un producto cancerígeno que debemos eliminar de una buena vez por todas? ¿Cómo podríamos fotografiarnos fumando? ¿Y no abandonó a su familia en Cuba para irse a luchar al Africa? ¿Es ese un mensaje revolucionario o fomenta la paternidad irresponsable? Una vez más: ¿cuándo y cómo se gradúa uno de revolucionario? ¿Quién otorga el diploma?

Probablemente en todo esto arrastramos en la izquierda un prejuicio moralista, que quizá es muy difícil -o imposible- desechar, pero que debe ser considerado: las revoluciones implican monumentales cambios en las relaciones económico-sociales y políticas, pero las transformaciones subjetivas son infinitamente más lentas, dificultosas, tortuosas. Hay ahí un límite infranqueable que ningún manual puede superar. Aunque pareciera -ahí está el prejuicio ¿o ilusión?- que un decálogo para la acción sí pudiera dar el camino. Obviamente, eso tranquiliza: siempre son bienvenidos los libros sagrados. ¿Y qué diría ese decálogo: se debe o no usar camisas de seda? ¿Se debe o no fumar? ¿Está bien abandonar a los hijos para ir a trabajar por la revolución en otro país? ¿Y qué hacemos con un camarada que escucha Shakira? ¿Y si alguien toma Coca-Cola? Complejo, ¿verdad?

Esto no significa que no sea posible el cambio; obviamente no. Si no fuera posible, las sociedades humanas jamás hubieran evolucionado, y justamente la historia es una interminable sucesión de cambios, de mejoramientos en la situación cotidiana. Pero los cambios profundos en la subjetividad son más lentos, muchísimo más lentos de lo que pretenderíamos. Valga decirlo con este ejemplo: en el momento de la anexión de Austria por las tropas nazis cuando comienza la Segunda Guerra Mundial, Sigmund Freud, judío, padre del psicoanálisis, por ser un prestigioso personaje de fama mundial fue perdonado y no marchó a los campos de concentración. Pero sí fue condenado al destierro. En el momento de abordar el avión que lo trasladaría a Londres donde poco tiempo después moriría, dijo con ácida mordacidad: “en la Edad Media me hubieran quemado a mí; hoy día queman mis libros. No hay dudas que como especie hemos progresado.”

Los cambios revolucionarios, o más simplemente: los cambios culturales en las grandes masas humanas, son procesos lentísimos. Rusia, después de décadas de construcción socialista, desintegrada la Unión Soviética presenta aún guerras étnico-religiosas. ¿Sería para pensar que el socialismo es entonces inviable, o es que lo dicho por Einstein parece más que exacto?: “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. A mucha gente de la izquierda española ya de alguna edad… le sigue gustando las corridas de toros. Obviamente la revolución es más que la toma del poder político. Por lo que eso plantea la pregunta: ¿qué es ser un revolucionario? ¿Se lo puede ser de verdad a nivel individual, o las revoluciones son grandes momentos de hecatombe social a las que podemos sumarnos y alentar? ¿Un revolucionario “de verdad” qué debe hacer en relación a las corridas de toros? Más aún: ¿hay revolucionarios “de verdad”? ¿Quién los designa?

Las primeras experiencias socialistas del siglo XX deben ser muy hondamente estudiadas para no repetir los mismos errores. No quedan dudas que hay mucho por revisar ahí. De ningún modo fracasaron; fueron los primeros intentos, sólo eso. La historia no ha terminado. Algo que debe ser abordado con la más profunda actitud autocrítica es el tema de lo subjetivo y la nueva cultura, la nueva ética que se forjó. Es bastante significativo que en distintas latitudes donde asistimos a estos experimentos de nuevas sociedades se repitió un mismo molde: los “revolucionarios” de arriba fijaron las pautas que la masa “no-revolucionaria” debió seguir. En otros términos: siguió habiendo arribas y abajos. Si alguien puede calificar, poner notas, decir quién es “más” y quién es “menos”… ¿no se ratifica entonces que “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”?

Los distintos procesos socialistas conocidos de momento, en mayor o menor grado dieron respuestas positivas a los problemas básicos de las sociedades donde surgieron: mejoraron las condiciones de vida, terminaron o redujeron drásticamente la exclusión social, dignificaron a los históricamente más postergados. Todo esto es innegable. Pero siguió siendo débil aún la modificación de los principios y valores culturales del día a día. Setenta años después del triunfo bolchevique de 1917 en Rusia, reaparecieron con sorprendente velocidad valores capitalistas, individualistas y reaccionarios que se suponían enterrados décadas atrás. Y algo similar sucedió en China con la reintroducción de mecanismos capitalistas, surgiendo de la noche a la mañana una nueva casta de millonarios imitadora de los más cuestionables valores del consumismo occidental. Y lo curioso: todo eso se dio fundamentalmente en cuadros de los respectivos partidos comunistas. Lo cual abre una vez más la pregunta de qué significa ser revolucionario. ¿No lo eran todos estos militantes rusos o chinos? ¿Tenemos que llegar a la patética conclusión que los revolucionarios verdaderos son sólo los líderes de estos procesos: Lenin o Mao Tse Tung para el caso? ¿No es, entonces, demasiado estrecho el concepto de “revolucionario”? Porque estos grandes personajes de la historia, o Fidel Castro, o Ernesto Guevara, o Hugo Chávez, no son la medida del ciudadano normal, cotidiano, de a pie, el sujeto social real de la historia, ese que, siempre en porcentajes muy pequeños sobre la generalidad, abraza a veces las ideas socialistas y milita activamente desde algún frente, o que mucho más comúnmente sigue los acontecimientos por la televisión…luego de ver el juego de fútbol.

Lo cual no debe avergonzar a nadie: esa es la normalidad habitual. La gran mayoría de la gente pasa su vida en la búsqueda de la sobrevivencia económica y no se interesa mayormente por cuestiones políticas. Al menos, así ha sido hasta ahora. ¿Pero son los revolucionarios, entonces, sólo los que pueden llegar a tomar parte activa en la historia? ¿No son las masas las que hacen la historia? ¿Y en qué medida se es más revolucionario: cuánto más se milita, cuánto más se compromete en la estructura de un partido político, cuanto más uno se eleva en la calificación que podría otorgarle el Che por acciones heroicas? Entre esa gran masa que prefiere -por una sumatoria de motivos- acompañar los acontecimientos un poco de lado, muchas veces sin ser parte activa, ¿no hay revolucionarios entonces? En el recién creado Partido Socialista Unido de Venezuela, de los casi seis millones de inscriptos como aspirantes a militantes sólo un millón y medio participa en las discusiones de base en las asambleas populares. ¿No son revolucionarios todos aquellos que no llegan a esas reuniones?

Quizá se filtra en esta concepción del partido de vanguardia y del revolucionario como vanguardia un prejuicio intelectual, iluminista por último, solidario de la racionalidad europea en que nace el marxismo, y que se ha venido arrastrando en estos dos siglos de luchas sociales y de ideario socialista: el revolucionario es siempre alguien que está adelante, alguien que está más allá que el común de la gente (y por eso puede calificar a sus seguidores). Si así lo aceptamos -y es lo que ha venido haciendo la izquierda por largos años con todos los partidos ¿revolucionarios? que creó, siempre como organizaciones de cuadros con estructuras verticales, jerárquicas, partidos de iluminados que iluminan a la masa más “atrasada” (la alegoría platónica de la caverna sigue viva después de dos milenios y medio…)- si así entendemos la idea de “revolucionario”, dejamos muy por lo bajo la potencialidad del pueblo.

Tal vez es cierto que los grandes cambios sociales, las cataclísmicas transformaciones que implica un proceso como la construcción de una nueva sociedad socialista, deben ir de la mano de grandes conductores. Eso es, al menos, lo que la historia de todas las revoluciones socialistas conocidas hasta ahora nos indica: ¿sería posible la revolución cubana sin Fidel, o la vietnamita sin Ho Chi Ming, o la venezolana sin Chávez? Todo indica que no. Lo cual obliga a la reflexión -que no abordaremos aquí, pero que sin dudas es una asignatura pendiente de importancia capital- sobre por qué se repite siempre ese fenómeno: ¿necesitan los grandes cambios sociales la garantía de grandes figuras?

¿No pueden los pueblos ser revolucionarios? Pareciera que a veces, en un determinado momento histórico, los pueblos se tornan revolucionarios, se desatan, rompen las trabas ancestrales que los atan; pero luego vuelven a su calma conservadora. Los pueblos, como masa, no pueden vivir eternamente en actitud revolucionaria; las sociedades requieren de cierta estabilidad rutinaria para mantenerse. Las revoluciones son momentos puntuales, grandes quiebres que rompen la cotidianeidad con las que se da un paso delante de no retorno. Lo que nos lleva a pensar: ¿esto de ser revolucionario, es un oficio entonces? Palabras más, palabras menos: eso significa partido revolucionario de cuadros, que es lo que han venido siendo todos los partidos de la izquierda en estos largos años de lucha. Pero, ¿y dónde queda entonces el poder popular?

El común de la gente en su gran mayoría, todos los días, no vive en actitud revolucionaria. ¿Podría hacerlo acaso? ¿En qué consistiría eso? ¿Tener los ojos abiertos y no permitir que le manipulen? ¿No hacerle caso a los valores que promueven los medios masivos de comunicación? ¿Debería vivir en estado permanente de asamblea deliberativa? ¿Debería dejar de tomar Coca-Cola? ¿No escuchar Shakira? Una vez más entonces: ¿qué significa ser revolucionario? ¿Se traiciona la causa revolucionaria si se usa una camisa de seda, si se fuma o se toma Coca-Cola? ¿Sí o no? ¿Cuándo se empieza a dejar de ser revolucionario: si se usa ropa Nike? ¿Dónde está ese límite?

El problema, ya lo dijimos, es endemoniadamente difícil, porque no se trata sólo de ir a una concentración política masiva con la pancarta del caso y con eso tener asegurado el estatuto de “revolucionario”. Por otro lado, esa imagen de militante absoluto que no come Mc Donald’s ni toma Coca-Cola no es una garantía total de “pureza” revolucionaria, de cambios sin retorno, porque a veces, conseguido algún cargo de dirección (en alguna organización popular, en la administración política del Estado, etc. -la historia nos lo enseña con demasiada frecuencia-) los ideales quedan olvidados y se reemplaza la abnegación militante por las características distintivas del ejercicio del poder tal como hasta ahora lo conocemos: verticalismo, sordera para lo que dice la base, falta de autocrítica… y gustosa aceptación de las comodidades del “estar arriba”. ¿La revolución es hacerle el boicot a las marcas transnacionales? Si es más que eso, si es un cambio profundo en la forma de ser, habrá que tomarlo con mucha paciencia. “Siéntate al lado del río a ver pasar el cadáver de tu enemigo”, enseñaba Sun Tsu hace más de dos milenios.

No debemos dejar de recordar que muchas veces grandes cuadros militantes en su intimidad son tremendamente machistas, homofóbicos, incluso racistas. Es decir: una presentación como revolucionario desde el punto de vista político no implica forzosamente la superación de todas las lacras culturales ancestrales y prejuicios que nos constituyen (por otro lado, ¿por qué habría de implicarlo?) Y además, no todos los que se comprometen con una causa política van a ser militantes inquebrantables según el modelo guevarista. ¿Acaso es posible que un ser humano común y corriente -como somos la absoluta mayoría- viva en ese mundo un tanto artificial de estar militando activamente todo el día? Quienes se comprometen con el trabajo político revolucionario en general son grupos minoritarios: son algunos los líderes comunitarios que encabezan las reivindicaciones barriales, y son sólo algunos trabajadores quienes activan sindicalmente. La gran mayoría acompaña, participa aportando, pero no es la que toma la iniciativa. ¿No es revolucionaria entonces? Así planteadas las cosas, no hay salida. No debemos quedarnos con la limitada idea -moralista en definitiva- de ver quién es “buen” revolucionario y quién no cumple con el manual. Eso sólo ayuda a ratificar prejuicios y paradigmas injustos: el que está arriba y el que está abajo.

Si algo nuevo puede aportar el socialismo, básicamente es el generar una nueva conciencia en el colectivo social para ir borrando la idea de abajo y arriba. De momento, producto de una milenaria herencia civilizatoria, nadie -tampoco los que puedan ser considerados “revolucionarios”, o “más” revolucionarios- escapan a estas matrices culturales: las nociones de arriba, de mejor, de más importante, siguen siendo dominantes. La apuesta es poder desarticular esas formaciones. ¿Cuánto tiempo tomará? No se sabe. Pero sin dudas no será ni rápido ni fácil. La misma noción de “revolucionario”, quizá sin proponérselo, está haciendo una alusión a “esclarecido” y “no-esclarecido” (¿arriba y abajo?)

Y si de algo se trata en esta titánica y fabulosa tarea que es inventar una sociedad nueva a la que llamamos socialismo, es poder llegar a tomarse en serio que sólo habrá real igualdad cuando, como dijo Gabriel García Márquez, “ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse.”



Marcelo Colussi
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=55680

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lunes, 20 de agosto de 2007

Resumen de la Exposición de Rabindranath ante la Comision biestamental sobre Reforma del Pregrado

Nosotros expondremos las críticas que se le han hecho a la Reforma del Pregrado desde distintos sectores de la sociedad, esto con el objetivo de aportar distintas reflexiones al debate sobre la Reforma del Pregrado. Estas críticas no representan necesariamente a los estudiantes de Psicología.

Entendiendo a la educación como un lugar para la reproducción de la sociedad, es posible comprender lo inevitable de la implementación de la Reforma del Pregrado en las instituciones universitarias. Sin embargo, esto no justifica aceptar dicha implementación con total pasividad, es necesario cuestionarse sobre los supuestos en los que se fundamenta dicha reforma y tratar de pensar los posibles efectos que puede acarrear en la educación y en la sociedad. Dejando de lado, entonces, la discusión sobre si la globalidad de un proceso es argumento suficiente para aceptar dicho proceso, expondremos distintas reflexiones críticas respecto a la Reforma del Pregrado.


Una Historia de Tratados:

En un artículo de la Revista Interuniversitaria del Profesorado (2004), se reflexiona sobre el peligro de la reforma europea de la educación superior: subordinar sus propios fines al objetivo de lograr una economía altamente competitiva. Señala coincidencias entre las demandas para el aumento de la competencia y los ejes principales que articula la reforma: cualificación versátil, formación continua, cooperación Universidad-Empresa, educación internacional, etc. Se pregunta por quién tiene el volante de una institución que es pensable como un motor de cambio, que cumple las directrices del progreso.


En 1992, en medio de la construcción de la actual Unión Europea, se firma el tratado de Maastricht, en el cual se hace explicita la voluntad de actuar sobre la educción Europea. Los países europeos desean compartir enseñanzas, innovaciones, investigaciones, docentes y estudiantes. Que los estudios cursados en país sean considerados en otros, dando origen al ECTS (Sistema Europeo de Transferencia de Créditos). Ya en 1988, en la Carta Magna de las Universidades Europeas, se habían establecido ciertos criterios: 1) autonomía universitaria frente a los poderes político y económico; 2) mantener la asociación docencia-investigación; 3) fomentar el dialogo; 4) enriquecer culturas; 5) humanismo y saber universal.

Sin embargo, en 1999, la economía se vuelve una motivación para actuar en la educación, a través del acuerdo de Bolonia. Más tarde, en el 2001, el Consejo de Europa reunido en Lisboa, la orientación al mercado se hace más notoria. En un texto de la Comisión de las Comunidades Europeas sustenta que es necesaria una mejor educaión superior para lograr, dentro de la sociedad del conocimiento, los objetivos del Consejo Europeo de Lisboa, es decir, convertirse en la economía más competitiva y dinámica del mundo basada en el conocimiento, capaz de sustentar el crecimiento económico y crear un mayor número de puestos de trabajo de mejor calidad y una mayor cohesión social. En pocas palabras, que Europa se convierta en la economía más competitiva.

La declaración de Graz, en 2003, vuelve a tomar la orientación humanista de la Carta Magna de 1988, pero argumentando que el deseo de una Europa altamente competitiva sólo es posible si se cumplen ciertos requisitos respecto a la sociedad civil, la cohesión social y el acceso a la educación.

Globalización Económica:

Según Alejandro del Valle Gálvez, catedrático de la Universidad de Cádiz, las causas de la creación de la EEES, son una necesidad funcional del mercado y de la realidad social europea de construcción de un espacio público común y a las transformaciones de la transmisión del conocimiento (del “saber” al “saber hacer”). Sin embargo, se siente incapaz de responder a la pregunta de si la lógica de mercado es el único medio para poner a la Universidad al servicio de la sociedad.
Si es cierto que la reforma se orienta a satisfacer las necesidades del mercado competitivo, debiera responder a las demandas de una globalización económica.

El aumento de competencia requiere ciertas habilidades. El mercado global demanda empresas eficaces, tecnológicas y de gran capacidad de adaptación. Esto obliga a ciertas innovaciones a la fuerza de trabajo. Esta última debe ser muy cualificada y versátil, capaz de adaptarse a distintas situaciones (como también señala Irigoin respecto a la reforma del Pregrado de la Universidad de Chile) y debe tener un interés de incluirse en un proceso de formación continua, autoaprendizaje y adaptación.

Como señala Irigoin, la relación de la educación superior y el trabajo requiere una universidad atenta a las necesidades del entorno, a las demandas de los empleadores y a las expectativas laborales de los estudiantes. Considerando la veracidad de estas palabras frente a la sociedad actual, es bastante riesgoso reducir las necesidades del entorno a las demandas de los empleadores.

Las demandas del mercado descritas anteriormente, se satisfacen con algunos ejes de la reforma: 1) Cualificación versátil a través del modelo de competencias (modelo Tuning) que además permite las prácticas interdisciplinares, teniendo como propósito la comparabilidad de las carreras universitarias y un sistema comparable de titulaciones; 2) Formación continua que permite a la fuerza de trabajo especializarse más, siendo más eficaz en el ámbito en el que se desenvuelve (aquí surgen problemas relacionados con el financiamiento y la (in)flexibilidad laboral); 3) cooperación Universidad-Empresa, vista como una necesidad para mejorar la educación. 4) Movilidad, ya que bajo el argumento de un “reconocimiento mutuos” entre los cursos impartidos en distintos países, se trabaja con conceptos originados de la libre circulación de mercancías y servicios, aplicando una lógica de mercado a los estudios universitarios.

Hacer predicciones es algo aventurado, sin embargo es necesario pensar otros posibles efectos a los descritos por la defensa institucional de la Reforma del Pregrado inspirada en la reforma europea.


Tecnificación:

Preocupa que como resultado de esta misma reforma el perfil de psicólogo que promueve la universidad corresponda al de un técnico, cuya principal finalidad sea su incorporación en el mercado laboral y por tanto se privilegien el desarrollo de conocimientos orientados a satisfacer demandas empresariales en desmedro de aquellos que puedan favorecer a la sociedad en su conjunto. Además que esta tecnificación de las carreras enfatiza un aprendizaje práctico por imitación, antes que un aprendizaje por comprensión


Postgrado, generación de conocimientos y acceso:

El que las “habilidades, destrezas y competencias” para la investigación y la producción teórica pasen del Pregrado al Postgrado, hacen del primero un mero trámite para ingresar al mundo laboral. Así se debilita el Pregrado a favor del Postgrado, por el simple hecho de que para las arcas universitarias este último sea mucho más rentable, puesto que dicho proceso se ajusta a la necesidad de adaptarse a una política de autofinanciamiento más que a necesidades derivadas del desarrollo de nuestra disciplina y/o de los estudiantes. En base a esto, se considera poco deseable un proceso en el que el punto de diferencia en la calificación de un psicólogo esté en un título de postgrado, ya que las posibilidades de acceso a este tipo de educación están determinadas principalmente por factores económicos. Además, el que el Pregrado se financie, en parte, a través del Postgrado, legitima de facto la necesidad de que este último sea un negocio. En síntesis, esta reforma lo que hace es tecnificar nuestras carreras, debilitando al Pregrado y limitando nuestro ulterior desarrollo en la disciplina por el acceso al Postgrado, sin que se tengan claras la formas en que como alumnos podremos financiar dicho acceso. De esta forma el desarrollo de nuestra disciplina quedará en manos de quienes tengan posibilidades de financiar un magíster o un doctorado y no en aquellos que demuestren a través de sus meritos académicos una mayor capacidad para llevar adelante la tarea de generar nuevos conocimientos.

Formación Continua:

En la medida que los títulos obtenidos en el Pregrado cada día valen menos en el mercado laboral, los estudiantes egresados se enfrentan a la precarización del trabajo, reduciéndose la posibilidad de que puedan acceder a la tan necesaria especialización a través de postgrados. Además, bajo las condiciones laborales actuales, surge la pregunta de en qué momento la fuerza de trabajo podrá acceder a la formación continua que estipula esta reforma. Estas interrogantes, al no ser respondidas, hacen que las expectativas señaladas por las instituciones que fomentan o implementan la reforma parezcan palabras bien seleccionadas para dar una imagen de equidad social, cuando la educación en nuestro país se ha mostrado como un síntoma de las desigualdades sociales vigentes e inherentes al actual sistema social.

Implementación:

No se han muchos estudios respecto a las competencias en Ciencias Sociales (Irigoin). Ni siquiera se contemplan en le proyecto Tuning ¿Por qué se han dejado de lado a las ciencias sociales? ¿Por qué ante este escenario, se decide que la carrera de Psicología sea una de las tres primeras carreras de nuestra universidad en trabajar en pos de una futura implementación de la reforma del pregrado?


Autonomía:

Entre los principios abandonados de la Carta Magna, destaca la autonomía. En el trabajo de Irigoin sobre la Reforma del Pregrado en la Universidad de Chile, se hace la diferencia (no muy claramente) entre competencias laborales, definidas desde el ámbito del trabajo y no desde la educación, y las competencias educacionales. Si la condición para identificar competencias laborales es identificar competencias exclusivamente desde el trabajo, con participación amplia de distintos sectores, es extraño que las competencias educacionales no puedan ser identificadas por quienes diseñan la formación (los docentes, por ejemplo), tal como la misma autora expresa ante la pregunta sobre quién debiera identificar las competencias para el currículo universitario. ¿Por qué quienes participan en el diseño formación, aún en un marco democrático que incluya docentes y estudiantes, por ejemplo, no pueden identificar las competencias educacionales?¿Por qué se reduce la autonomía y libertad de las universidades para diseñar su programa educativo? Si entendemos autonomía y libertad como elementos que no da el sistema, y por lo tanto, elementos de resistencia ¿podríamos no comprender el hecho de que se conserve la autonomía por parte del mundo laboral para identificar competencias laborales y no así la autonomía de las universidades que adoptarían pasivamente una reforma educacional basada en reformas económicas?

En definitiva, a través de la reforma del pregrado se unifica la visión de la universidad, el saber, y su producción desde un lugar ajeno a estas instituciones, cerrando así la posibilidad de participación o contestación bajo el criterio unidimensional de una típica fabrica fordiana.

Siguiendo esta metáfora de la fábrica, cabe destacar que el profesor Jorge Vergara, de nuestra facultad, haya comparado la idea de la evaluación docente a través de la producción investigativa de los docentes con una lógica fabril en la que un trabajador se evalúa por su capacidad de producción. Sin contar además que muchas de estas producciones investigativas corresponden a necesidades del mercado, ya que es una de las pocas maneras que universidades públicas, como la nuestra, puedan financiarse, debido al escaso aporte fiscal que ingresa a nuestra universidad.

Más claro queda la lógica de mercado, al entender que uno de los propósitos que se declaran en la Reforma del Pregrado es el desarrollo de la empleabilidad. Evidentemente, no se puede negar que el desarrollo de la empleabilidad puede ser muy beneficiosa, especialmente para estudiantes pobres que no podrán pagar un postgrado y necesitarán cuánto antes encontrar un trabajos estable. Sin embargo, que no exista una alternativa bien definida al desarrollo de la empleabilidad hace pensar en una lógica que reduce a la sociedad a las empresas. Esto no permite el desarrollo de otros aspectos de la sociedad, relacionados con la cohesión social, por ejemplo, y menos permite el desarrollo de una contestación a los elementos hegemónicos del sistema social vigente, en la medida en que la educación, perdiendo su autonomía, deja de ser un órgano de transformación social.


Subjetivación:

Según el profesor Manuel Silva (de nuestra facultad), el currículum es un dispositivo que moldea sujetos. La Reforma del Pregrado, basado en el Proyecto Tuning que implica una Reforma Curricular, busca algo parecido bajo el concepto de “estandarización de competencias” cuando se propone el objetivo de hacer comparables a las carreras universitarias. Es decir, podríamos hablar de una suerte de “estandarización de sujetos”, en tanto la educación es una institución de subjetivación, que reproduce a la sociedad en un momento determinado. Considerando, entonces, la sociedad en la que vivimos actualmente, es posible considerar que el sujeto que pretende formar esta reforma es el cliente, o incluso, tomando como origen del modelo de competencias en el mundo laboral al concepto de Recursos Humanos, estaríamos frente a una cosificación del ser humano. Si se observa además que la educación se define hoy en día simplemente como un proceso de enseñanza y aprendizaje, y que tal modo de definir la educación evita el debate sobre la subjetivación, se hace urgente la necesidad de problematizar sobre este aspecto del rol de la educación, que al parecer es dejado de lado por la Reforma del Pregrado. La pregunta es ¿qué sujeto es producido por esta nueva Reforma?

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viernes, 27 de julio de 2007

Clubes deportivos vs Sociedades Anonimas

Sería bastante ingenuo negar que el fútbol profesional haya sido y continúa siendo un negocio. Muchas empresas se benefician directa o indirectamente de dicha actividad y en parte esos intereses privados son necesarios para la constitución de dicho deporte como espectáculo. Pero incluso si se reconoce esto, la transformación de los clubes deportivos (CD) en sociedades anónimas (SA) establece un punto de quiebre en el espíritu o más bien dicho el sentido que tiene los equipos de fútbol.


Antes de que se promulgara la ley de sociedades anónimas deportivas, se podría decir los intereses económicos eran secundarios a los deportivos. El aporte monetario que realizan los socios de un CD no se realizan con el fin de obtener ganancias sino con la intención de ayudar a su equipo a obtener mejores resultados. Otra diferencia que presentan los CD con respecto a las SA, se encuentra en la forma en que se distribuye la propiedad de la institución. En teoría, en un CD todos los socios son iguales y por tanto tienen igual peso en las decisiones que se toman dentro de la institución, como por ejemplo la elección de su directiva, mientras que en una SA el peso que tiene cada persona en cuanto a la toma de decisiones está en función del numero de acciones que posea.

Cuando recién comenzaba a escribir estas líneas, lo hacia con la intención de señalar la perdida del sentimiento de pertenencia e identificación implícitos que se da en la relación hincha-equipo en la instauración de esta nueva institucionalidad deportiva y por ende el peligro de perder el factor emocional en el fútbol, dado principalmente por dicha relación. Todo esto a partir del siguiente extracto de una entrevista a Eric Hobswam:

"No soy fanático pero todos somos parte de una cultura futbolística. Lo que digo es que hay un conflicto básico entre la lógica del mercado, una lógica global, y el hecho de que las emociones de la gente están atadas al equipo nacional. Por un lado, los clubes y la competencia entre los principales clubes de los principales países europeos son los que dan el dinero. Pero allí no hay nada nacional (como sabe, hubo un momento en que mi equipo, el Arsenal, no tenía prácticamente ningún jugador nacido en Inglaterra). Para estos grandes clubes, las selecciones nacionales son una distracción. No les gusta prestar a sus jugadores para que entrenen con sus selecciones. Pero las selecciones nacionales tienen que entrenar. Por lo tanto, para los clubes —empresas capitalistas, naturalmente— la selección nacional es una distracción y sin embargo no pueden prescindir de ella porque lo que mantiene al fútbol en funcionamiento es la competencia internacional.”

Sin embargo, el conflicto club vs. selección también se ha dado desde siempre independiente de la forma de la institución deportiva. Además las selecciones nacionales pueden constituirse en escaparate de jugadores para estos clubes-empresas y por tanto también pueden pensarse dentro de una lógica de mercado, la del mercado de transferencias. Por otra parte no vemos que en Europa los clubes-empresa hayan perdido a su hinchada, ni que la gente haya dejado de sufrir o gozar por la suerte de su equipo como lo demuestra los estadios casi siempre llenos del viejo continente. Esto nos hace pensar que en Chile, la cosa no va a ser distinta, pese a las protestas de algunos barristas. El espectáculo deportivo seguirá funcionando tal y como lo ha hecho antes.

No solo en el fútbol podemos ver como a través de un discurso externo se introduce una lógica capitalista en donde los fines originales de cierta institucionalidad quedan supeditados a un interés económico. A esta altura resulta estupido hablar de síntoma, así que solo me limitare a decir que el proceso que vive hoy el fútbol puede enmarcarse dentro de transformaciones más amplias dentro de la sociedad. Lo que cambia no es el fútbol, sino el rol de las personas. A la gente pareciese que resultarle más cómodo jugar los roles impuestos por una lógica mercantil (ya sea el de accionista, el de cliente o de ciudadano) que cuestionarse cual es el rol que debe jugar dentro de la sociedad. El lenguaje y el discurso de los economistas se infiltra aspectos sociales que tradicionalmente no eran considerados un negocio.

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domingo, 1 de julio de 2007

Somos los dueños del mundo*

En las sociedades toscas y brutales, la Línea del Partido es proclamada públicamente, y debe ser obedecida. De lo contrario, uno debe atenerse a las consecuencias. En las sociedades donde el Estado ha perdido la capacidad de controlar por la fuerza, la Línea del Partido no es proclamada. Más bien, es presupuestada, y un vigoroso debate es alentado dentro de los límites impuestos por la inexpresada ortodoxia doctrinaria.

El sistema tosco conduce a una natural incredulidad. La variante sofisticada ofrece la impresión de apertura y libertad, y sirve para imponer la Línea del Partido como algo más allá de toda cuestión, incluso más allá de todo razonamiento. Es como el aire que respiramos.

En el cada vez más precario impasse entre Washington y Teherán, una Línea del Partido confronta a la otra. Entre las bien conocidas víctimas inmediatas están los detenidos iraníes-norteamericanos Parnaz Azima, Haleh Esfandiari, Ali Shakeri y Kian Tajbakhsh. Pero el mundo entero es un rehén en el conflicto Estados Unidos-Irán, donde, después de todo, las apuestas son nucleares.

De manera que no sorprende a nadie que el anuncio del presidente George W. Bush de un “surge” o incremento de tropas en Iraq como reacción al pedido de la mayoría de los estadounidenses de iniciar una retirada, y las aún más fuertes demandas de los (irrelevantes) iraquíes, fuera acompañado de ominosas filtraciones sobre combatientes que actúan desde bases iraníes y que usan en Iraq artefactos explosivos fabricados en Irán. El propósito sería desbaratar la victoria de Washington, la cual es —por definición— noble. Luego le siguió el anticipado debate: los halcones dicen que debemos adoptar violentas medidas contra este tipo de interferencias foráneas en Iraq. Las palomas replican que primero debemos asegurarnos de que la evidencia es verificable. El debate puede continuar sin parecer absurdo siempre que contemos con la tácita suposición de que somos los dueños del mundo. Por consiguiente, la interferencia está limitada a aquellos que estorban nuestros objetivos en un país que invadimos y ocupamos.

¿Cuáles son los planes del cada vez más desesperado compadrazgo que mantiene un estrecho poder político en los Estados Unidos? Declaraciones amenazantes, off-the-record, de miembros del equipo del vicepresidente Dick Cheney han aumentado los temores de una expansión de la guerra.

“Uno no quiere dar argumentos adicionales a los nuevos locos que dicen, ‘vayamos y bombardeemos Irán’ ”, dijo el mes pasado a la BBC Mohamed ElBaradei, director de la Agencia Internacional de Energía Atómica. “Cada mañana me despierto y leo que otros 100 iraquíes, civiles inocentes, han muerto”.

La Secretaria de Estado norteamericana, Condoleeza Rice, que parecería estar enfrentada a los “nuevos locos”, intenta, al parecer, buscar una vía diplomática con Teherán. Pero la Línea del Partido permanece, sin cambios. En abril, Rice habló sobre lo que pensaba decir en caso de encontrarse con su homólogo iraní Manouchehr Mottaki en la conferencia internacional sobre Iraq a efectuarse en Sharm el Sheikh. “¿Qué necesitamos hacer? Es bastante obvio”, dijo Rice. “Paren el flujo de armas a los combatientes extranjeros, paren el flujo de combatientes extranjeros que cruzan las fronteras”. Por supuesto, se refería a los combatientes y armas iraníes. Los combatientes y armas de Estados Unidos no son “extranjeros” en Iraq. Ni en cualquier otro lugar. La premisa tácita que subyace a su comentario, y virtualmente a toda discusión pública sobre Iraq (y más allá) es que somos los dueños del mundo.

*Noam Chomsky en Rebelion.org
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=52676


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domingo, 17 de junio de 2007

Una de las cosas que he escuchado en varias ocasiones a propósito del bajo quórum que suelen tener instancias de participación como asambleas, reuniones y cosas por el estilo; es la molestia generada por la indiferencia de la mayor parte de la gente con respecto a discutir temas que de una u otra manera le atañen a todos. La promesa del resurgimiento de una sociedad civil más fuerte y de la rearticulación de otros actores sociales se asemeja más al cuento de pedrito y el lobo que a una posibilidad plausible en el corto o mediano plazo.

Y el problema esta ahí, dando vuelta sobre muchas cabezas, conceptualizándose de distintas maneras: se dice que es el espíritu consumista, de que se trata de formas de producción de subjetividad que promueven el individualismo, que los mass media y la educación formal inscriben a fuerza de repetición un discurso hegemónico, etc.

Mi opinión al respecto es que esta indiferencia pasa entre otras cosas por la distancia existente entre la cotidianidad de cada persona y lo que se entiende por política tradicionalmente. Si se entiende la política como aquella practica partidista en la que se enmarcan las luchas de poder por el control del estado, reducimos la democracia a su estado actual, es decir, al mero acto de votar cada cuatro años por un presidente, alcalde, o parlamentario. Por ejemplo cuando las figuras políticas hablan de la indeferencia de la juventud (usando la típica muletilla del “no están ni ahí”) lo hacen solo para referirse a la baja inscripción electoral puesto que ellos trabajan bajo esta lógica de que lo político se reduce a las cuestiones macros de la sociedad.

Y en este sentido creo que convendría comentar un poco la cita de anterior de Foucault y señalar por qué la política no nos puede ser indiferente. La respuesta es porque toda relación social es una relación de poder (recuérdese a Ibáñez o la misma Pipper), por lo tanto la política sería coextensiva al entramado social. La política no nos puede ser indiferente, puesto que esta misma indeferencia tiene consecuencias políticas, que por lo general tienden a la conservación del estatus quo o a un cambio que nos sea perjudicial.

Por lo mismo creo que aunque no sea suficiente, la solución a esa indiferencia pasa por hacer consciente la inevitable de hacer política (incluso cuando no se quiera o no se este ni ahí) puesto que hasta la más individualista y egoísta de las personas tiene que reconocer que su propia existencia no es ajena ni independiente a la de otro, otro que no debe pensarse en un abstracción como “pueblo” o “ciudadanía”, sino otro que tenga el nombre y el rostro de las personas con las que compartimos a diario.

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